por Cristina Rosolio.
En medio de una crisis europea indisimulable, en Sudáfrica se juegan dos millonarios mundiales de fútbol por la Copa Mundial de la FIFA 2010, a cual más importantes: uno, que es el que se desarrolla en cada cancha, y el otro, el que por reflejo ocurre en cada país y en cada público.
Entre ambos, logran transformar la realidad global en un engañador espejo aspiracional, comenzando por el hecho de tratarse del mundial más dispendioso de la historia. Se habla de millones y millones de dólares invertidos en estadios que -auguran los que saben- posiblemente jamás vuelvan a ser utilizados. Pero claro, también auguran se recuperará seis veces lo invertido, precisamente en ese territorio en donde las ambigüedades gobiernan, al punto de escuchar que algunos rubios, en medio de las goleadas, aún vociferan ¡Apartheid, Apartheid!, sin ninguna clase de recato.
Gigantesca burbuja este torneo en donde el exitismo es capaz de ocultar crisis, miserias y delitos, tal como pasó en el mundial que en el 78 se desarrolló en la Argentina, en donde 6 goles contra Perú ocultaron los alaridos de los torturados por mandato de un dictador, que ciertamente por ese amargo triunfo logró ser sacralizado ante el mundo.
Prodigiosa virtud la de la Copa del Mundo que como lámpara de Aladino, puede lograr desde reactivar el mercado del consumo –turismo, bienes, servicios y naderías incluidas- hasta arrancar de Maradona la promesa de pasearse como Dios lo trajo al mundo alrededor del obelisco, en Buenos Aires, si su equipo terminase siendo el vencedor del campeonato.
Y más que prodigiosa –aunque injusta- virtud la de devolverle o quitarle a los pueblos su propia imagen viril en función de la goleada. O pintarrajear los miles de rostros con colores patrios diversos. O poner en pausa la vida, mientras un jugador alza la pierna y patea el comienzo de una trayectoria que establecerá el olimpo para unos y el infierno para otros.
El fútbol es un enorme fenómeno social, económico y político. La pasión y la violencia de la cancha serán la pasión y la violencia de las tribus urbanas. Y quizás su prodigiosa virtud resida en su sencillez, que lo vuelve tan accesible a la gran masa. O en su apelación al instinto guerrero y competitivo que en mayor o menor grado todos tenemos, y que resulta inevitable para sobrevivir en sociedad.
Los directores técnicos son los estrategas de estas guerras, los equipos, ejércitos combatientes, y los resultados, los que arrojan a la cancha a vencedores o a vencidos, y en el mejor de los casos, a alicaídos empatados.
Emociones afines sin víctimas mortales, con más espectadores que combatientes, esta pasión origina un impresionante mercado, potenciado por el desarrollo mundial de las tecnologías de la comunicación. Detrás de él estamos nosotros, hombres y mujeres que futboleros o no, durante la transmisión de cada partido, transferimos nuestra voluntad al mandato de los publicitarios. Y como magro beneficio, recogemos desde las pantallas un extraño pincel que durante el mismo lapso borra nuestras propias crisis, y nos permite abandonar los peores circuitos de nuestras vidas, sobre el éxito que nuestro equipo pueda lograr.
Comentarios
Cuando leía tu escrito, recordaba a los Juegos Olímpicos, en su versión original, allá en el origen de nuestra civilización. Durante toda su duración, las ciudades-estado, las polis, dejaban de guerrear entre sí con sus ejércitos, para hacerlo mediante sus atletas. El espíritu lúdico, el fervor por el color nacional, estuvieron desde el origen. También esa suerte de disolución del yo en la masa que nos permite ser partícipes de la alegría ó la tristeza colectivas, poniendo en suspenso las propias.
Quizá la mayor diferencia es que en aquella época estaba Zeus en el Olimpo, y hoy, Nike y adidas.
Saludos